Filipinas y su maravilloso arroz

(Turismo Internacional) Viajé a la provincia de Ifugao, en Filipinas, por recomendación de una viajera polaca: las terrazas de arroz, según me había dicho, eran un paisaje mágico. Llegué a Banaue, y me hospedé en la casa de dos hermanos, David y Steve, quienes oficiaron de guías durante los tres días que pasé en el pueblo. Quien me puso en contacto con ellos fue Judy, un cura filipino que me alojó en su parroquia en Dagupán, una ciudad de la península de Luzón (en el norte del país). Judy vivió varios meses en el Chaco argentino; además de aprender español, conoció a un amigo mío, que fue quien nos presentó –virtualmente– cuando le conté que visitaría Asia.

Aquí, casi todos hablan inglés y, a veces sin saberlo, bastantes palabras en castellano. Es la herencia: el país fue colonia española durante casi trescientos años y estuvo bajo dominio estadounidense por más de medio siglo. El idioma filipino proviene del tagalo, una lengua austronesia que utiliza más de cinco mil términos del español. Es común escucharlos decir palabras como “bienvenido”, biyahe (“viaje”), “mundo”, “visita”, bisikleta. Y como el inglés es otro de los idiomas oficiales, es normal escuchar cómo ciertas expresiones anglosajonas se cuelan en sus conversaciones.

Desde que llegué a Banaue, vamos de un lado a otro en un trike azul, o sea, un triciclo conformado por una moto y un sidecar, ambos techados. David y Steve van juntos en la moto y yo, sentada dentro de esa cápsula que es el carrito del costado. A mí me entretiene mirar cómo los hermanos cargan combustible en cualquier lado: todos los puestitos al costado de la ruta venden botellas de vidrio repletas de un líquido rojo para motos. Las estaciones de servicio no son necesarias; acá todo es autoservicio. Para empezar el trekking hasta Batad, estacionamos el trike al final de la ruta de tierra. Lo que nos espera es un pueblito de mil quinientos habitantes, ubicado en medio de las montañas, entre terrazas escalonadas de arroz.

Pueblo slow

Casi una hora y media de caminata después, llegamos a la entrada del pueblo. Como no se puede acceder en vehículos motorizados, no hay ruido, no hay apuro, no hay multitudes, no hay contaminación. Es un secreto reservado para quienes estén dispuestos a tomarse el tiempo.
El paisaje es impactante: las casitas –que no deben de ser más de cincuenta– están amontonadas en diez de los casi cien escalones que tiene la ladera de la montaña. Batad integra uno de los legados culturales más importantes del país: sus terrazas de arroz fueron talladas hace dos mil años y declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, allá por 1995.

Las terrazas de arroz de Ifugao fueron construidas por las tribus indígenas de las cordilleras: a falta de terreno llano para cosechar, los ifugaos (uno de los grupos culturales de Filipinas) tallaron las laderas de las montañas y crearon un complejo de escalones de piedras y barro. A la vez, aprovecharon los bosques tropicales ubicados por encima de las terrazas para crear sistemas de irrigación y de cultivo. La evidencia arqueológica demuestra que no usaron máquinas: trabajaron a mano y pasaron sus conocimientos a las siguientes generaciones. Por eso, si bien no hay tradición escrita, la técnica del cultivo en terrazas sigue siendo aquella de hace dos mil años. Los arrozales de las cordilleras, además, son las únicas construcciones que no fueron modificadas por las sucesivas culturas coloniales.

El paisaje es estático, pero no aburre: tiene cientos de detalles. Cada escalón es distinto, tiene su propia forma y las imperfecciones típicas de lo artesanal. Cada franja de la terraza muestra un tono distinto de verde y amarillo. A lo lejos, se divisan figuras que se mueven como hormigas: son hombres que llevan bolsas en su cabeza atravesando las cosechas. De fondo, montañas sin tallar, montañas que logran que nos preguntemos por qué no las convirtieron también en escaleras. Después de algunas horas, hacemos el trekking de vuelta: la moto sigue ahí, estacionada al lado de unos matorrales, donde la dejamos a la mañana. En la ruta que vuelve a Banaue se produjo un derrumbe y uno de los camiones –cargadísimo– no tiene fuerza para subir la montaña de tierra que se formó. Hay varios vehículos y personas esperando, pero nadie se queja. Entre varios descargan las bolsas del camión y las llevan sobre los hombros hacia el otro lado. Después, entre veinte filipinos remolcan el camión –vacío, más liviano– y lo ayudan a cruzar el montículo. A mano y en grupo, todo se puede.

Hoja de ruta: Banaue

Verduras hervidas, huevos revueltos, huevos fritos, pescado, salchichas, papas, café, té, pan. En Asia, especialmente en las zonas rurales, los desayunos son como deberían ser: abundantes, energéticos, completos. Con la panza llena y el corazón contento, preparamos el triciclo y salimos temprano: nos dirigimos al centro de Banaue y sus terrazas. Un rato más tarde, llegamos a uno de los viewpoints –así les dicen los filipinos–, desde donde podemos ver las terrazas de arroz que envuelven a Banaue. Si bien estas también fueron talladas hace dos mil años y son tan impresionantes como las de Batad, no forman parte de las que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad. Los arrozales de Banaue, según los parámetros de la organización, tienen demasiadas estructuras modernas en su interior. Aun así, los lugareños las llaman “la octava maravilla del mundo”.

Los escalones de Banaue no fueron tallados en una sola ladera sino en todas las montañas: las terrazas parecen olas que avanzan sobre el verde. Las casitas están más separadas que en Batad y se divisan árboles, palmeras y arroyos. El paisaje es más amplio. Nos proponen bajar del viewpoint a las terrazas: “Lo interesante está abajo”, nos dicen. Tomamos un sendero de piedra muy angosto que sale directo a las plantaciones. Caminamos siempre por las piedras, con los tallos de arroz que nos rodean y nos rozan los tobillos. Somos testigos de una de las etapas del ciclo de cultivo: grupos de mujeres recolectan los tallos de arroz que ya están listos, forman montoncitos y los ponen a secar al sol.

Cuando salimos de los cultivos, conocemos otras paradas turísticas de Banaue: una réplica de una antigua vivienda indígena (como los hórreos asturianos, está elevada del piso por pilares altos como una persona), el centro del pueblo y el mercado. Está repleto de trikes, de jeepneys (otro de los transportes icónicos del país: colectivos públicos enanos) y de niños. La casa en la que estamos alojados queda en las afueras de Banaue, frente a kilómetros de montaña con algunas terrazas de arroz. Los filipinos afirman que si pusiéramos los escalones de sus cordilleras uno al lado del otro, podríamos rodear media Tierra. Creer o reventar.

http://www.revistanueva.com.ar/portal/verNota/779