«La Canchita» – Relatos breves de infancia (Por J. Enrique Lazarte- 2015)

Dibujo en tinta y acuarela, original del artista Marcelo Lazarte para esta publicación.

«LA CANCHITA»
Relatos breves de infancia

 

A mis queridos hermanos de niñez
A mis hijos

Prólogo (a modo de…)

Antes de desgranar estos sencillos recuerdos, quisiera hacerte una advertencia, querido lector o lectora, así, tal vez, ayude a la comprensión: a diferencia de lo que se escribe en el cierre de muchas películas y series de TV, los hechos aquí narrados son absolutamente reales, totalmente ciertos, al menos para mí o como yo los viví. Y los personajes que aquí se muestran, son totalmente reales, en esa época de los años dorados.

Escribir recuerdos encierra ciertas dificultades puesto que se trata de ser honesto sin caer en sensiblerías, como pintar con el color que se vieron aquellos episodios, sin que el cuadro quede de un artificial tono sepia. No ha de ser una fotografía trucada, ha de ser más bien un color real, de aquellos momentos.

Estos relatos tratan de la amistad, tal como la vivimos en aquella época en que no había otras responsabilidades más que “estudiar y portarse bien”, aunque algunos gambeteaban con bastante éxito estas consignas. Por tratar de la amistad, tienen que ver con el amor, por eso, sépase disculpar si en estos relatos, hay deslices sensibleros o “pequeñas” contradicciones.

Cuando mi hijo menor terminó el secundario, desde el colegio Loyola, pude echar un vistazo al predio de la canchita. Sigue despejado, sin construcciones, como un espacio verde descuidado. Se podían ver algunos juegos infantiles. Me pareció tan chiquita …, con razón podíamos clavar algún derechazo desde media cancha cuando pasamos los 12 años.

Una segunda –o tercera- advertencia es que no necesariamente se respeta el orden cronológico de los hechos en el ordenamiento de estas sencillas historias.
Van “como salen” de mi frágil memoria, ya que, recién doblando la curva, se me dio por escribirlos.

Finalmente, y espero no haber caído en esto, podría haber olvidado algún nombre de tantos que pueblan la época en mi mente. Sépase disculpar.
Bueno, ya son suficientes avisos, pasemos a los hechos.

I. El comienzo

El fútbol, en una época en que las computadoras eran parte del mobiliario de los relatos de ciencia- ficción y nuestras familias ni siquiera tenían todas, un televisor, adquiría un valor especial. Para los que nos gustaba correr detrás de una pelota, era una actividad natural y convocante.

No recuerdo cómo o a quién se le ocurrió, pero el caso es que, un buen día estábamos arrancando yuyos en un terreno baldío situado entre las casas de las familias Bleckwedel y Mirande, al 100 de la calle Deán Funes, en lo que se llamaba por entonces el Bajo Hondo, por donde discurría el arroyo homónimo. Acaso alguna madre vio peligrar su jardín a medida que los ilusos cracks aumentaban en tamaño y vigor. Es posible que Carlos Alfredo (Freddy) Bleckwedel haya instigado entre sus retoños esta idea ya que, en poco tiempo, esto que para un porteño sería un “potrero” pero que para nosotros era “la canchita”, pasaría a ser conocida por la muchachada de otros barrios como “la canchita de los Bleckwedel”.

La tarea inicial no iba a resultar nada fácil ya que las “afatas” y el “pasto ruso” opondrían feroz resistencia. Es así como, una entusiasta cuadrilla integrada
principalmente por, y aquí podría pecar por algún olvido, Ralph y Alex Blekwedel, su primo Claudio, Carlos Mirande y, quizás, sus hermanos mayores Raúl y Marcos, Marcelo Lazarte, y quien escribe, se dio a la tarea, casi titánica, de despejar el terreno. Un posible refuerzo quizás haya sido Daniel Font, que si bien no era de los “futboleros”, seguramente participó como parte del juego.

El baldío medía, ¿cuánto?, qué difícil resulta estimar dimensiones de longitud a través del tiempo, lo que nos parecía largo es tan corto… Midiendo sobre la calle Deán Funes, deben haber sido unos 40 metros, por 20 de ancho. El lado oriental daba al lecho, entonces seco, del arroyo Bajo Hondo, que, pocos metros más abajo comenzaba a tener agua. Más tarde, este arroyo, que a la sazón nacía en una vertiente a la altura de la calle San Juan y que desaparecía y reaparecía definitivamente antes de cruzar la calle San
Martín, sería más tarde o más temprano, vaciadero de líquidos “non sanctos”, para terminar cubierto casi en toda su extensión.

En aquella época, la calle Deán Funes terminaba a la altura de lo que hoy sería la calle Mendoza, que no estaba trazada. Allí, sobre lo que sería luego la acera sur, había un alambrado y más allá, la nada. Nada de civilización, puro campo, donde podíamos correr y escondernos a gusto, y hasta cazar algunos pájaros y palomas. Esta actividad, claramente innoble, ya merecía objeciones de algunos como Ralph, educado con criterios ecologistas más maduros.

El arroyo, como dije, nacía en una vertiente, se perdía por un tramo que dejaba el lecho seco a la altura de la canchita y reaparecía con esplendor a la altura de la San Martín. Allí, mojarras y anguilas nos daban horas de entretenimiento, cuando las aguas aún bajaban claras…

Pero volvamos a la tarea. La primera etapa dejó como resultado un campito sin vestigios de césped, aún, pero con raíces y pequeños tronquitos de afata que, al caerse, producían el efecto de una trampa vietnamita erizada de púas de bambú. Bueno, tal vez no tanto, pero caerse, en los primeros picados, era duro, como lo atestiguan las peladuras que llevábamos a nuestras respectivas madres al final del día.
Y comenzó a rodar la pelota, con montones de ladrillos y ropa como improvisados “postes” para marcar los arcos. ¿Cuánto duró esta etapa “primitiva”?, imposible determinarlo. Como todos teníamos ansias de mejorar aquello, creo que al poco tiempo empezaron las primeras mejoras.

Una nueva digresión temporal. Si bien la memoria es frágil, corta, débil, o como se la quiera llamar, trataré de ubicar un “tempo”, no sé si para consumo propio so pretexto de ilustrar al profano o para satisfacer mi
espíritu cuantificador. Situaré este comienzo por el año 1964 ó 1965, seguramente en verano.

II. Los primeros arcos

A poco andar, nos dimos cuenta de que había que hacer arcos “con travesaño y todo”, ya que, la falta de palos nos empujaba a largas e inútiles disputas sobre si la pelota entró o no.

Material no faltaba, ya se dijo que la zona “habitada” llegaba solamente hasta lo que hoy es la calle Mendoza, cuya traza se terminaba a más de dos cuadras hacia el este.

Crecían por ahí unos arbustos con troncos de unos dos o tres centímetros de grosor y algunos metros de largo. El problema era que ramificaban de manera profusa, lo que obligaba a muchos cortes para obtener un
palo más o menos derecho y con numerosas salientes. Sin embargo, nos dimos maña, y a golpes de machete, pudimos contar con los seis palos necesarios que, atados y debidamente enterrados, dieron lugar a los primeros arcos.

Los artefactos cumplieron su papel al principio pero a poco andar comenzaron a mostrar sus deficiencias. Como el material era más bien flexible, cedía a los impactos de la pelota, que a veces entraba “como de prepo”. Otras veces invitaba a la avivada de doblarlos un poco para que entre, cuando venía “de aire”. Aprovechando esto, mi primo Guillermo, visitante circunstancial en un verano del ´66 o ´67, desarrolló una extraña técnica para patear corners y hacer goles “olímpicos”, a los que acompañaba con una risita burlona que sólo servía para hacernos “rabiar” a los más chicos. Nobleza obliga, acaso había acá algo de herencia ya
que mi tío Raúl sabía pegarle a la redonda con mucha justeza.

Por aquel entonces no crecía el césped, seguían punzantes los tronquitos que complicaban las caídas y el lado oriental del rectángulo era bastante desparejo por la caída hacia el cauce del arroyo. No había marcas que indicaran si una infracción era penal o no. Los partidos duraban toda la tarde ya que se jugaba por goles, no por tiempo.

Las reglas eran más o menos las populares de cualquier potrero y la autoridad de aplicación era el damnificado, apoyado por el resto que ejercía de improvisado y expeditivo jurado. El infractor debía realizar un ejercicio de auto incriminación, o al menos una silenciosa honestidad intelectual. Sin ninguna duda un ejercicio virtuoso, no había lugar para tramposos.

Hasta acá llega lo que podríamos llamar la etapa “primitiva” de la canchita. Lo mejor vendría con nuevos compañeros de andanzas y los primeros rivales externos.

III. Incorporaciones de todo tipo. La etapa media

Las mencionadas dificultades de los primeros arcos, que llegaban literalmente a volar con un pelotazo bien puesto, nos convencieron de que había que buscar nuevos y mejores materiales.

No sé de dónde pero un buen día aparecieron cuatro postes de madera, pesados, de base cuadrada, que, bien plantados, darían una base firme. El problema era que no teníamos travesaños, además de que los postes, tal vez, no tendrían la altura necesaria. Sin embargo, emprendimos la tarea de buscar los elementos faltantes.

No recuerdo bien de dónde salió el dato, tal vez de mi viejo, de que por la continuación del Camino del Perú, es decir, desde el Cristo hacia el sur, había caña bambú. Entonces organizamos la excursión. Fuimos Ralph, Alex, Carlos?, posiblemente Claudio, cada uno en su bicicleta.

Creo que hubo una excursión previa, que más bien podría denominarse expedición. A esa fueron Raúl y Marcos Mirande y recuerdo haber llevado a Carlos en el portaequipaje de la bici de mi vieja. Tampoco aquí la memoria ayuda, pero seguro llegamos hasta el famoso ojo de agua, que mucho tiempo después descubrí como de valor histórico.

Atraídos por la oferta de un lugar para pescar, fuimos por un camino de tierra, en ese sector muy arcillosa, nos cruzamos con docenas de personajes raros, entre los que sobresalía una partida de caza para atrapar a un supuesto violador. Ver a aquellos
muchachos armados con machetes metía miedo. Pero llegamos al famoso Ojo de Agua y, en efecto, allí había pescadores. Era una hondonada muy amplia, que se encontraba seis o siete metros debajo del nivel del piso del arroyo, que caía como una pequeña cascada.

Nosotros no lo sabíamos pero, muy posiblemente este fuera el ojo de agua por donde pasaron las tropas realistas antes de la batalla de Tucumán, allá por 1812. Supina ignorancia pero, ¿cómo podíamos ocuparnos de estos menesteres cuando buscábamos un par de travesaños?

Pero volvamos a las cañas. El día previo a la aventura había llovido y el agua había convertido al sustrato en un piso de engañosa apariencia de firmeza que, ni bien lo pisaba un pie o, en nuestro caso, una rueda de bicicleta, cedía y se pegaba, convirtiendo al calzado en una especie de zapato de buzo que a los tres o cuatro pasos, pesaba dos o tres kilos. Con las bicis sucedía otro tanto y, a poco andar, las ruedas se trababan, convirtiendo el pedaleo en una tarea hercúlea. Al cabo cedimos y tuvimos que bajar y empujar. Sin embargo, llegamos a las cañas, cortamos las más convenientes y atamos el extremo más grueso e las bicicletas. Una a la mía y otra a la de Alex, los que usábamos “una rodado 26”, las que casualmente habían pertenecido a nuestras respectivas madres.

Entonces emprendimos el regreso. Ahora la cosa era en subida, con barro acumulado y cansancio creciente, por lo que, alcanzar el Cristo, en la avenida Mate de Luna, fue como volver a la civilización y acometimos la parte final del viaje, esta vez con aires de triunfo.

Cuando pienso en una excursión similar trasladada a la primera década del s. XXI, no puedo menos que comparar y llegar a la conclusión de que ahora tal epopeya sería impracticable. Seguramente hubiésemos regresado apaleados y sin nuestras bicicletas, zapatillas y cualquier objeto que los oportunistas considerasen apetecible; esto en caso de ser signados por la buena fortuna.

Esa misma tarde nos dimos a la tarea de cavar y plantar los postes, luego medimos y cortamos las cañas y las sujetamos con alambre. Ahora teníamos arcos más firmes si bien con el inconveniente de que postes y travesaños tenían diferentes secciones. Las cañas eran realmente gruesas en un extremo (más de diez centímetros) pero se afinaban hacia el otro extremo. Además no permanecían rígidas sino que se combaban a la mitad, con lo que quedaban prácticamente en la cabeza del circunstancial arquero. No nos importó, lo habíamos hecho nosotros, con iniciativa y trabajo propios. Fue un triunfo.

Por aquella época se incorporaron nuevos personajes, a la par que salieron de escena
Raúl, Marcos y otros más grandes que acaso, no estaban tan atraídos por el fútbol.
A los pioneros habrían de sumarse los hermanos Bulacio, Juan Antonio y Javier (especialmente el primero), los Andreozzi, Mañuco y Germán. Es posible que por entonces se incorporara otro valor sobresaliente: Rubén Scida.

Otra novedad de aquellos tiempos fue la aparición del primer desafío interbarrial. No sé exactamente cómo, pero alguien trajo la idea: los muchachos de la Esquiú (la calle Fray Mamerto Esquiú era paralela a nuestra Deán Funes y se ubicaba cinco o seis calles hacia el este) querían jugar un desafío. Así, una tarde llegaron Riqui y Pepe Ríos, el Gordo Osvaldo (literalmente el dueño de la pelota), el Cordobés y compañía. Se iniciaba así una larga serie de partidos donde ganamos y perdimos pero, estoy seguro, el balance fue de triunfo.

En ese primer desafío se juntaron algunas casualidades: a Marcelo y a mí nos obligaron a ir a la peluquería (las madres nunca comprendieron los delicados asuntos del fútbol y otros juegos), faltó un arquero y esto sumó al lógico nerviosismo. Recuerdo que llegué tarde, inmediatamente me hicieron entrar (era el crédito del equipo), me paré cerca del punto del penal, pues había una jugada de pelota parada peligrosa para nuestro arco. La pelota me llegó rasante, quise pararla, me rebotó (nunca fui hábil en el estricto sentido futbolero), la agarró un contrario y la mandó adentro. Gol de triunfo. Mi malhadada intervención inicial fue la última de aquel partido y duró unos 30 segundos. Ya vendrían las revanchas, pero aquel primer desafío terminó mal, a las piñas, con lágrimas en los ojos, con bronca en el alma. Quedó la sed del desquite.

Al siguiente partido, una o dos semanas después, lo ganamos con claridad y la cosa
continuó por algunos años. Siguieron sumándose personajes, por ejemplo, el Gallego Córdoba, a quien luego reencontraría en la Facultad de Ciencias Naturales, donde terminamos compartiendo un morboso interés por lo inanimado. No es que nos hiciéramos necrófilos, nos hicimos geólogos. Hoy el Gallego peina canas abundantes pero mantiene la sonrisa alegre de esos tiempos.

No sólo los de la Esquiú fueron rivales externos a vencer. Más tarde llegarían los del Mercadito (Av. Mate de Luna al 3000 aproximadamente), los de San Martín de Porres, quienes supieron propinarnos feroz paliza que ya les cuento, los del Barrio Ojo de Agua y los de la Constitución. Todos aportaron alegría y singularidades que, si me da el cuero, ya relataré. Pertenecen a la tercera etapa.

IV. Los arcos definitivos, más amigos: la etapa de la evolución.

La familia Bleckwedel poseía por aquel entonces una industria metalmecánica, Java, donde se fabricaban maquinarias agrícolas para el cultivo de la caña de azúcar. Los talleres se ubicaban sobre Avda. Aconquija al 2100 aproximadamente. Luego, en su período de esplendor se irían a Lules, pero eso no nos toca. La Java de Yerba Buena es la institución ligada a la infancia. Participamos, en calidad de coleros o invitados de algunas demostraciones de maquinaria agrícola, donde nos “empupábamos” de gaseosa, la desperdiciábamos sin vergüenza y jugábamos entre los carros cañeros en movimiento, corriendo riesgos que erizarían los pelos de nuestras madres. Hoy, visto a la distancia, jamás permitiría a un hijo mío hacer lo que hacíamos nosotros. Pero, bueno, así eran las cosas…

Entrando más en tema, un día Ralph dijo que su papá había encargado arcos para nuestra cancha. El anuncio nos hizo sonreír e ilusionarnos pero, a renglón seguido, nos olvidamos del mismo. Hasta que, un día nos llevaron a Java a ver cómo iban los arcos, que no pasaban de ser unos trozos de metal con marcas de soldaduras. Un buen día nos encontramos en el jardín de la casa Bleckwedel, donde los había depositado una camioneta de la empresa, un par de arcos metálicos, construidos de hierro estructural de sección rectangular, impecablemente pintados de color naranja fuerte, color distintivo de Java. Los admiramos un rato, incrédulos, e inmediatamente pusimos manos a la obra. Otra vez a medir y cavar. Los arcos quedaron firmes, esta vez, la altura del travesaño era bien proporcionada con la distancia entre los postes, algo menor a lo que teníamos, pero perfecto para nuestro concomitante “estiramiento” preadolescente. A esto se le sumó el hecho de que estábamos domando los yuyos más duros, ya teníamos algo más parecido a césped. La canchita estaba lista para cosas mayores.

Las incorporaciones más notorias de este período fueron las de Alejandro y Gustavo Correa, en orden de “peso moral” ya que Alejandro, de la edad de Marcelo y Alex, era el menor pero por razones “de colegio”, participaba más que Gustavo, éste de mi edad. Alejandro era “el Porteño”, delantero difícil, retacón, alegre, y que con su gambeta basada en enganches ampulosos, deleitaba a los propios y enloquecía a los rivales. Gustavo también jugaba bien, pero era un “loco lindo” que se mostraba irresponsable hasta en los picados. Llegaba a cualquier hora y pedía ser incorporado sobre la marcha, cosa siempre difícil. A esta altura del partido, la vida dictaminó que los hermanos Correa fueran los primeros en partir, acaso estén preparando un lugar donde hacer rodar la pelota. Nos queda su sana alegría.

Con la entrada al secundario de los más grandes, aparecerían los nuevos compañeros futboleros, especialmente míos y de Carlos. Se incorporarían Martín Billoni, Marcos Grau, Rogelio Arana, Daniel Gamboa; todos de barrios relativamente cercanos, y Octavio Médici, que se venía desde el centro. Hasta llegó a jugar algún novio de una de las chicas Mirande, con constancia de novio, es decir, jugaría poco. Por el lado de Claudio llegaría otro Claudio (Lebrón) que duró algo más, y por el lado de los Andreozzi, un primo de juego ocasional y temeroso y sonrisa franca, Federico Lanatti. Otro participante ocasional, también primo de alguien, fue Javier Martínez Goñi, que llegó de la mano de Rubén o de Claudio. Gordito alegre y buen compañero, absolutamente nulo para las cuestiones del fútbol, participaría más en otros juegos menos activos. Es otro de los que partieron anticipadamente. Otro primo, otro “loco lindo”, Dicki Witaker (no sé si  realmente se escribirá así), o Alessandro Rossi, más del rugby y el tenis que del fútbol, éstos dos primos de los Bleckwedel. Un par de veces jugamos con los compañeros “gimnasistas” de Rubén Scida, de donde recuerdo a un petiso y flaco Max Torres, con quien compartiría la pasión por las cuestiones rocosas.

Una característica notable de nuestra canchita fue la cubierta de césped. Ya mencioné las dificultades de la primera etapa. Para la época de la instalación de los arcos metálicos (¿ya dije que eran espectaculares?) se habían eliminado casi por completo las afatas y otros yuyos de tallo duro. Pero lejos estábamos de “la verde gramilla”. En épocas de vacaciones, cuando algunos se iban a pasar el verano a otros lares y cuando el pasto crecía casi de manera “que se podía ver” si uno se sentaba un rato por allí, el pastizal “se nos escapaba” y por Febrero ya tenía entre 30 y 50 cm según el sector de la cancha, lo que se dice una pequeña sabana. Cortar con machetes era una tarea ímproba así que recurríamos a alguna máquina eléctrica que, por esa época no abundaban ni se conseguían con facilidad. Además, no podían con semejante “cañaveral”. Hasta que llegó la “joya”: una máquina con motor a explosión, no recuerdo si inglesa o americana, que con 1,5 HP y cuchilla de “mordida ancha”, nos permitiría encarar el yuyal con éxito. Para manejarla hacían falta dos peones que la paraban sobre sus ruedas traseras y embestían el pastizal hasta domarlo.

Terminada la tarea, la mayor delicia era ver rodar la pelota por el césped recién cortado, placeres sencillos que dejaron un lindo gustito.

Estoy seguro de que ninguno de nosotros vertió tanto sudor y esfuerzos en el jardín de su casa, a pesar de los pedidos paternos.

V. La sonrisa de Lin

Pasaré a relatar un episodio del que tendré que insistir sobre su veracidad. No tanto porque mi palabra sea poco fiable o por la incredulidad del lector como por lo extraordinario del acontecimiento que le torció el brazo a la matemática estadística.

El protagonista es primo, o algo así, de los Blecwedel, Joselin, cuyo apellido sonaba a una orden dada por un soldado alemán o a un saludo indígena. Lo conocimos en San Javier, en una de las ocasionales subidas a la casa de los abuelos Bleckwedel, que generalmente ocurrían los domingos. Esa tarde fuimos de visita a la casa de esta familia, amigos o parientes de mis amigos y allí, entre el follaje apareció Joselin, quien
automáticamente pasó a ser para nosotros Lin, acaso por inducción de sus primos. Era un rubio grandote con corte “a la americana”, ojos celestes y brillantes, de cabeza redonda y más que amplia, mejillas más que rosadas, que vestía un mameluco de jean, calzaba zapatones y corría como poseído por el jardín. A la sazón habrá tenido dos o tres años menos que yo, es decir, unos 8 ó 9 años. Su sonrisa de boca ancha era permanente, aún cuando caía desde un par de metros, revolcándose en el mantillo generoso del área boscosa de San Javier. Es que el Lin había inventado un juego que consistía en hamacarse en una liana, a lo Tarzán, que colgaba de un árbol enorme, sobre una ladera más o menos empinada, posiblemente una tipa o un laurel. Cuando el peso (Lin) alcanzaba su máximo sobre la pendiente, había que soltarse y caer como higo maduro. El rubicundo solía soltarse dando un grito, caía aparatosamente y se levantaba con su
eterna sonrisa. Creo que el único que se animó y copó la parada fue Alex, de enorme agilidad, quien cayó bien parado, para celebración del grupo.

Pero vayamos a la anécdota que nos mueve: una tarde, mientras jugábamos nuestro habitual picado, llega Lin, siempre sonriente, y se para detrás de un arco –el que daba al norte, a la casa Bleckwedel. La visita sería fugaz, no recuerdo, pero el caso es que no acepta integrarse al juego; si bien no era un fanático de la redonda, a pesar de su físico.

El fútbol le debe haber parecido algo demasiado suave, casi de señoritas. En determinado momento, la pelota cae detrás de ese arco y se le pide a Lin que la alcance. Siempre sonriente y siempre con sus zapatones, toma la redonda con ambas manos y la deja caer para asestarle un patadón con tan mala suerte que la pelota pega en el poste más cercano y regresa casi por el mismo camino para darle en plena
cara. Silencio. Pero como el causante mantiene la amplia sonrisa en su cara, esta vez enrojecida por el impacto, estallan las risas. Nótese lo extraordinario de la situación, en un poste de sección rectangular, la pelota rebota casi a su punto de origen, todo un desafío estadístico. Ni pateando 100 veces se lograría el mismo resultado, y esto acicateó las risas.

Pero nuestro personaje no es de los que se arredran fácilmente. Recoge la imprevisible Nº 5 y decide alcanzarla, esta vez con las manos, para evitar más sorpresas. Revolea su macizo brazo derecho y larga el balón, pero con tan mala suerte que esta vez pega en el travesaño. No podría jurar si pegó en la arista o en la cara, pero se repitió el portento, la pelota regresó casi por el mismo camino y golpeó al Lin, esta vez en la frente. Sonrisa. Las risotadas son tan escandalosamente fuertes que nos duelen los costados. Aquella tarde inefable vi por primera y única vez en mi paso por el geoide, gente que se caía, literalmente, de la risa. Recuerdo a Claudio y a Alex, tirados en el césped, sin poder soltar las carcajadas por el ahogo de tanta hilaridad.

Esa fue la última vez que vi al rubicundo Lin. Nos regaló, sin proponérselo, la carcajada más intensa que hube de experimentar en mi vida. Me queda por siempre su imagen de rubio colorado de ojos transparentes y sonrisa generosa.

VI- Los campeonatos, el campeonato

En algún momento cercano a la inauguración de los nuevos arcos, se nos ocurrió que había que competir, y organizamos un campeonato, entre nosotros, es decir, totalmente interno.

Armamos dos equipos (no había para más) sobre la base de la equidad. Los conjuntos
debían ser parejos. Separamos parejas de jugadores de nivel similar y pusimos uno en cada equipo, tratando de separar a los hermanos. La cosa salió bastante bien, se jugaba los sábados, la competencia fue equilibrada, con triunfos y derrotas en similar proporción. Mi viejo ofició de árbitro, al menos en los primeros encuentros. No recuerdo quién fue el primer campeón (sospecho que “los otros”) pero nos divertimos a lo grande y nos prometimos repetir la experiencia al año siguiente.

Generalmente el verano imponía un impasse. El calor, los que se iban de vacaciones y la crecida feroz de los yuyos obligaban al parate. Además estaba la pileta, actividad por demás atractiva en un Tucumán que se cocía al vapor entre Diciembre y Febrero. No obstante, es muy posible que se jugara en Diciembre y Febrero, lo que obligaba a cortes frecuentes para mantenimiento del piso.

Otra tarea que nos impusimos por ese entonces fue el emparejamiento y ensanche del lado sur. Sacamos tierra de un montículo que nos molestaba en el lado oeste y rellenamos el linde con el arroyo, previa contención con estaqueado de palos, cortados por nosotros mismos. La verdad, en la canchita trabajábamos bastante más que en nuestras casas, para enojo de los progenitores, pero ellos sabían dónde estábamos y que hacíamos algo básicamente bueno. La canchita mejoró bastante y estaba para desafíos mayores. Hicimos un segundo campeonato pero en este caso se dio una casualidad que minaría tan loable empresa. Los más grandes habíamos ingresado al secundario, estábamos “pegando el estirón” y nos juntamos en un mismo equipo Rubén Scida y yo, con claras ventajas físicas que nos hicieron ganar más o menos fácilmente los primeros partidos, algo que mi viejo me hizo notar cariñosamente. Nuestro campeonato
de entrecasa había perdido lo que lo destacaba al anterior, la competitividad, y esto era mortal para un campeonato de dos equipos.

Pero la semilla estaba. Al poco tiempo emprenderíamos algo más ambicioso. En el primer año del secundario, algunos de nosotros habíamos iniciado la experiencia del Mallín, y la inquietud de ayudar a la parroquia, a la sazón capilla de Cristo Rey, nos llevó a agruparnos a algunos alumnos del Tulio. ¿Qué actividad podría realizarse para atraer a la muchachada no de uno, sino de varios barrios vecinos? Un campeonato de fútbol, por supuesto. Comenzó la organización, invitamos a cuatro equipos (Deán Funes, San Martín de Porres, Esquiú y Ojo de Agua) y pusimos como límite la edad de 12 años. Acá, el desconfiado desapercibido podría sospechar ya que en el equipo de los organizadores entraban casi todos, excepto yo, que oficiaría de DT primerizo. Así, se inscribieron la Esquiú, con “el Boliviano” como responsable, barrio Ojo de Agua, creo que con Luis Gianinetto como responsable, San Martín de Porres, con Daniel Gamboa a la cabeza, y nosotros. En los días previos hicimos algunos “entrenamientos” y el equipo quedó constituido por Jorge, al arco, Mañuco y Rubén, Marcelo y Claudio, Ralph y Alex, dos por línea. No recuerdo si eran 7 u 8 por equipo, en ese caso es posible que otro integrante haya sido Alejandro Correa. También había dos o tres suplentes. También me llegó una noticia inquietante, nuestros primeros rivales se entrenaban usando pizarrón. ¡Ya estaban los gérmenes del bilardismo, ya Zubeldía había propagado su doctrina hacia los menores!

Y llegó el gran día, de arranque nos anotaron pero Alex empató con un buen cabezazo, en una jugada exactamente prevista en los entrenamientos! Pero la cosa venía mal, nos dominaban, y en el segundo tiempo nos pasaron el trapo. Ya grande, me encontré un día con un abogado, que luego llegaría al más alto nivel de la justicia de la provincia de Tucumán. Apenas nos saludamos, me tiró la frase “yo a vos te conozco, en el equipo que aquella tarde les hizo cinco, yo era el arquero”. Para colmo, el tipo, que había esperado décadas para gozarme, era bostero y peronista. Nada para agregar.

Pero el hecho sobresaliente de esa primera fecha no estaba en nuestra ignominiosa derrota sino en lo que pasó en el partido siguiente. Jugaban barrio Ojo de Agua y la Esquiú, el partido se había ido “picando” de a poco, con algunos golpes descomedidos, cuando al inefable Vito se le ocurrió patear en el piso al arquero de Ojo de Agua, Daruich chico, que se revolcó como un profesional (acá también se notó la escuela del fútbol). Inmediatamente comenzaron los empujones y los golpes, que en un segundo pasó a batalla campal, sin que los «mallinistas» pudiéramos imponer nuestro Estilo. Me quedan algunas imágenes como la del flaco Gianinetto saltando y dando de cachetazos en la nuca a Vito, otro grupo persiguiendo al arquero, y en ese río revuelto, algún patotero ocasional, que se me ocurre, pasaba por ahí, tratando de pelear con uno de los nuestros.

Como te imaginarás, amigo lector, el campeonato de Cristo Rey quedó ahí. Ni siquiera nos atrevimos a proponer enmiendas al padre Dip. Simplemente, la buena intención murió joven.

VII. Los viejos

Otro desafío notable que se desarrolló por aquellos tiempos dorados fue contra lo que podríamos llamar el “equipo de los viejos”. Este particular “scratch” estaba constituido por amigos y parientes de Freddy Bleckwedel. Feddy, a causa de un accidente automovilístico, había quedado con una renguera permanente y estaba obligado a ir al arco. Uno de los puntales era Georgi Sherif, flaco, rubio casi “payo”, rugbier hincha de River, el típico tío joven y soltero que participaba en los juegos de sus sobrinos. El otro poste firme era “Quiquí” Boero, más veterano- al menos eso nos parecía -, canoso, con profundas entradas, que apuntaba a una calvicie prematura y que tampoco detentaba gran físico, no era ni alto ni robusto pero, y quizás por eso, jugaba bien. Se sumaban además, Franckie, el otro tío, hermano mayor de Georgie, que solía presentarse a los partidos con cierta alegría etílica- incluso lo recuerdo con un vaso en la mano en pleno campo de juego -. También participaron algunas veces los padres de los Andreozzi y los Correa. El primero, abogado que iba con los tapones de punta (afortunadamente usaba “Sacachispas”) y el segundo un oficial retirado de las FF.AA., quien, al modo de un uruguayo veterano, jugaba usando piernas, brazos y cuanta extremidad pudiera, para impedir que el rival se hiciera de la pelota. También recuerdo actores ocasionales como el ing. Albornoz, que se acercaba los sábados por la tarde y se sentaba a un costado de la cancha, munido de zapatillas y una sonrisa, disfrutando de vernos jugar y acaso con la secreta esperanza de ser convocado. Creo que jugó una vez. Otro participante ocasional era mi propio padre, Floreal, quien por razones de salud no se atrevía a jugar pero que disfrutaba como el que más al vernos correr detrás de la pelota y al que, por algún motivo secreto, tan propio de la primera infancia, los más chicos le decían “el Pariente”. O un tío Mirande, creo que homónimo de nuestro amigo Carlos, y que, como él, le entraba de manera extraña a la pelota, con el pie casi blando, pero que así y todo una vez la mandó a guardar por el ángulo. O un tal “Cacho” Valdez, más
simpático que buen jugador (se sabe que los buenos jugadores son antipáticos) o Bruno Rossi, experto en chicanas.

Los partidos contra este equipo tenían una impronta que se repetía. Los llevábamos parejos hasta que, al final, nos hacían un gol de triunfo agónico. Las burlas eran interminables y salíamos masticando bronca. Generalmente un cabezazo de Quique Boero o un derechazo de Georgie. Si a esto se le sumaba un gol fortuito como aquel de taquito de Frankie que se coló por el ángulo y que fue festejado con los brazos en alto y sin grito, con una gran sonrisa, entonces salíamos rumiando más bronca aún.
En el tiempo en que algunos de nosotros habíamos alcanzado cierta altura que casi alcanzaba a algunos de los viejos, el equipo estaba maduro. Veníamos de golear a la Esquiú en una tarde memorable de buen juego y goles (creo que fue 8 a 2). Armamos el partido con tiempo y partió el desafío –nos juramos que no podía faltar ninguno- y los viejos también vinieron “completos” y dispuestos a amargarnos como siempre.

La cosa comenzó bien, el Porteño Correa realizó un par de enganches “típicos” y la puso contra el palo, de rastrón, como le gustaba a él. Creo que yo anoté el segundo. El 2 a 0 nos daba tranquilidad y manejábamos la pelota. Pero, ¡ay!, el duende de la confianza metió la cola, se sabe que suele colarse en las mentes tan fácilmente como el del desaliento, y al promediar el segundo tiempo empatábamos en 3. El partido se terminaba de la misma manera que otros. Saque lateral, que hizo Georgie, se la pone en la cabeza a Quique Boero. Aún recuerdo su “bocha” con calvicie incipiente, dio dos pasos, saltó, la peinó y a cobrar. De nuevo las risas y las cargadas.

No recuerdo haber ganado ante “los viejos” alguna vez, es posible que lográramos un empate. Tampoco recuerdo si fue en ese partido. Nos queda la “vena” que jamás podremos resolver.

VIII. Reparto

Además de los nombrados, pasaron por la canchita una serie de personajes cuya actuación no fue determinante, acaso por discontinua, acaso por no pertenecer al círculo áulico. Veamos qué se puede traer al papel.

Un personaje singular era el Pica, un chango algo menor que Marcelo o Alex, cuyo escaso desarrollo físico hacía difícil calcularle la edad. Evidentemente de origen humilde, se presentaba al borde del campo y era invitado a jugar, como a todo el que se acercara. La característica del nombrado era que se ubicaba muy adelantado, cerca del arco rival. En otras palabras, era lo que llamábamos un “quesero”. Incluso llegaba a pararse al lado de uno de los postes y generalmente la pelota le llegaba “de rastrón”. Él trataba de meterla con un toque de cara externa pero inevitablemente fallaba, la pelota pasaba a su lado sin pena ni gloria y Pica se ganaba pullas y risas. Una vez, estoy seguro que fue esa única vez, tocó la redonda, pero ésta, caprichosa se negó a entrar y dio en el palo. Otra vez ensayó una arremetida cuando venía un centro, se pasó y fue a dar contra el alambre.

Detrás de los dos arcos, el alambre tejido, arruinado por el paso de los “players”, remataba en una línea con púas. Pica quedó colgado del labio en las púas, como un bagre, y hubo que sacarlo con sumo cuidado. Al decir de Marcelo, parafraseando a los periodistas especializados, literalmente “se comió la red”. Creo que nunca supimos el nombre del chango pero me queda su imagen esmirriada y su eterna camiseta del Palmeiras.

Otro valor, éste de mayor relieve futbolístico, fue “Pili” Herrera. Tenía aproximadamente la misma edad que el menor –en esa época y en esa actividad- de los Bleckwedel, Paul. Vivía en una casa humilde que daba sus fondos al nombrado arroyo Bajo Hondo. Este sí jugaba, y lo hacía bien. Con la corta estatura de sus seis o siete años, era un buen defensor y su especialidad era extirparte la pelota desde atrás. Calladito pero con personalidad, competía con nosotros, los mayores. Alguna vez su celo de cancerbero lo llevó a enganchar, estoy seguro que sin querer, a Claudio Lebrón, cuatro o cinco años mayor, provocándole una aparatosa caída. El fouleado reaccionó mal y devolvió el golpe. Pili se fue llorando y al rato vino su padre a retarnos, descargando sus resentimientos. Fue una tarde de final amargo pero después supe por mi hermano que Pili volvió a aportar su calidad por La Canchita.

Desde el Barrio Ojo de Agua llegaron, ya en la etapa “de madurez”, tres tipos singulares:
Luis, Coco y Enrique. Coco García era el que jugaba bien, tenía buen dominio de pelota, gambeta y le pegaba aceptablemente. Luis Antelo jugaba como quien juega al rugby; apenas la recibía sacaba una “patada a cargar”. Enrique Danieli, otro Flaco, era el perfecto inútil del grupo. Flaco, alto, nos llevaba media cabeza a los más grandes, tipo “rubito lindo”, generalmente iba al arco. Le pateábamos abajo, aunque se podía comer un gol por arriba, a pesar de que con los brazos extendidos pasaba cómodamente el travesaño. El trío llegó en la etapa final, cuando ya transitábamos el primer tramo de la adolescencia.

De los que llegaron con los equipos foráneos, algunos supieron dejar huellas, para bien o para mal. Un notable fue “Quiboli” Barón, de la Esquiú. Era un gurrumín aproximadamente de la edad de Paul, que la iba de duro. Un aprendiz de mañero que no habría desentonado en un equipo uruguayo. Su truco- jugada principal era cruzar desde atrás el pie del contrario con un giro del pie propio, un enganche. Por lo general lo máximo que lograba Quiboli era que el contrario trastabillara, pero había que verle la cara al petiso, como si fuera un duro de verdad. A veces ni le cobraban el foul, solamente nos reíamos a carcajadas.

Un personaje notable que lideraba el equipo de la Esquiú era “Riqui” Ríos. Jugaba muy bien, a pesar de su edad y tamaño. De ocho o nueve años, flaco, más bien petiso, era uno de los pocos capaz de un gol de chilena. Era el valor a marcar en los desafíos contra la Esquiú. Su defecto, todos los tenemos, era su facilidad para enojarse, un calentón fácil que la emprendía contra sus compañeros a causa de sus errores, o consigo mismo, cuando no le salían las cosas. Terminábamos riéndonos de su grito de desesperación y reclamo, un largo “¡cheee!” con aumento de intensidad en la segunda “e”, medio gutural, que marcaba el camino de la derrota de su equipo.

Un bicho raro que llegó por esos tiempos con el equipo de “el mercadito” era un tal “Gogué”. Tenía varios años más que el mayor de nosotros, era petiso, usaba bigotes, hermano de un coloradito que jugaba realmente bien, pero su “gran hermano” sólo sabía dar patadas. Jugaba de tal manera que metía miedo pero generaba tal antipatía que en un momento dado estuvimos a punto de ajusticiarlo en bandada. Por suerte duró poco, nos queda el desagradable recuerdo de uno de los pocos, si no el único, que jugó realmente sucio en nuestra canchita.

Quedaría mencionar a “Ayala”, también mayorcito, flaco, esmirriado, que jugaba de manera peculiar, con una pegada pintoresca. Una vez, Marcelo lo trabó en el aire y lo hizo dar una “vuelta carnero” para caer aparatosamente en medio del polvaderal.
“Ayala” se levantó y sólo atinó a decir, “así vamos, no?”. Barcala, Oscar, el que fuera tragado por un pozo que habíamos excavado para guarecernos vaya a saber de qué, y seguramente me olvido de alguno que otro. Sepan disculpar.

Y en este reparto breve también podría mencionar a “las chicas”. Era un grupo de un rango de edades similar al nuestro, integrado por hermanas y primas de los mencionados, más algunas ocasionales veraneantes que alquilaban la casa de los Bleckwedell. Pero era una época en que las “mujeres” no eran admitidas en el mundo del fútbol y si alguna vez pateaban una pelota sólo era para diversión propia.

IX. Otros escenarios

En algunas ocasiones, llegamos a jugar en otros campos. Al lado de la entonces Capilla de Cristo Rey, sobre la Avda. Mate de Luna,
había un terreno un poco más grande que el nuestro, donde alternaban muchachadas de procedencia variada.

Jugamos ahí un par de veces y era interesante el cambio de perspectiva que imponían el campo más grande y los arcos más anchos. Si hasta llegué a pensar, antes de patear “¿y por qué no?” y despaché un derechazo que venció fácilmente a un desprevenido arquero.

Los más cercanos, que vivían en esa cuadra de la avenida –en esa época todavía tenía veredas anchas, pensadas como “bicisendas” y cunetas para el agua de lluvia- sentían que debían ocupar el lugar los domingos por la mañana. Recuerdo a Enrique Sáenz en misa y con la camiseta de River y la pelota bajo el brazo; y apenas el padre Dip daba la bendición final, convocaba a los suyos a grito pelado, cuando recién se comenzaba a desocupar la capilla. Entonces, entusiastas, saltaban una pequeña pared que separaba el
recinto sagrado del potrero, y comenzaba el otro ritual, más profano.

Epílogo (a modo de…)

Una tarde, luego de un partido, seguramente un sábado, mientras subía hacia la calle Deán Funes para buscar mi casa y un baño reparador, me volví. Y allí estaban,  comenzando su partido, los más chicos. Federico y Cuqui Bleckwedel, Pablo Mirande, «Pili» Herrera y otros corrían detrás de la redonda. Inmediatamente pensé, “ahí están los que vienen, la otra generación”. No sé si ese fue mi último partido en la canchita, que a los de más de 15 años nos quedaba chica, pero “me dio cosa”.

¿A dónde van los amigos de la infancia? ¿Cómo es que se pierden tan eficientemente? ¿Acaso siguen en un limbo donde todavía rueda la pelota sobre el césped? No parece, ya que el fenómeno excede al fútbol. Un mundo paralelo “se traga” los juegos de todo tipo y la sensación de que todo es aventura.

¿La infancia es como un ropaje o realmente hay un lugar donde sigue la fiesta? Debe estar dentro nuestro y, en algunos, tan hondo, que lo olvidan.

Con el paso del tiempo, nosotros también nos separamos. Otras canchas, más grandes, nos llevaron a algunos. Otros equipos, otros amigos, más grandes, con los que compartíamos otras cosas. El rugby se llevó a otros. La tan argentina “fiaca” fue apagando el “fuego sagrado”.

Cuando llegaron mis hijos ya vivía en la zona céntrica, puro asfalto, donde las canchas tienen piso plástico y se alquilan. Siempre le decía a Dios que les diera a mis hijos al menos una parte de lo que tuve y recibí en la canchita.

Durante mucho tiempo pensé que las nuevas generaciones, a su manera, tenían un equivalente a lo que vivimos en esos tiempos, pero me equivocaba. Hoy creo que lo que tuvimos en los años dorados fue excepcional. Son pocos los que llegan a tener su espacio, su canchita, y en ese sentido fuimos privilegiados. Ningún pase mágico podría darles a nuestros hijos semejante vivencia.

En años de juventud, tuve el honor de compartir equipo con Ralph (ya Rodolfo) y Alex (ya Alejandro), además de los amigos que siguieron juntos en el secundario. Pero eso sólo fue un chispazo; terminado el partido, cada uno regresó a su lugar, como al final de una fiesta.

Si me preguntan qué parte de este mundo quisiera en el Paraíso, una sería, sin dudas, una porción con pasto verde, donde pueda rodar una pelota- a veces pienso en esta utopía-.

Tengo la secreta esperanza de que, los que pasaron por la canchita, recuerden estos tiempos con una sonrisa. El propósito de estas páginas es servir de modesta ayuda para navegar en el tiempo y rescatar estos y muchos hechos maravillosos que nos ocurrieron por entonces.

Así es como se ve hoy, con ayuda de Google Earth, la famosa canchita. La construcción grande de la derecha es del colegio, San I. de Loyola; luego está el cauce del arroyo «Bajo  Hondo». Los árboles que ven al centro, lógicamente no estaban.

Nota de la Redacción: Como director de El Diario en Tucumán y siendo un partícipe secundario de este mágico relato de Enrique Lazarte -por esas épocas- me vi pintado en él y hubo que hacer un gran esfuerzo en no caer en la inmensa tentación de intercalar añadiduras y sumar a esta genial historia con el aporte de la propia experiencia, ante la tormenta de recuerdos que este escrito invoca.


Comprendí, no obstante, que en este «sinfónico» relato, convergían cientos de miradas transversales y paralelas; en las que cada lector que haya pisado la tierra, el polvo y hasta lo que llegó a ser un verdadero «Totoral», en ese terreno en el que estuvo «La Canchita; merecía su ejercer su derecho a añadir durante la lectura, la evocación de su propia memoria del pasado y recuerdos. «todos ciertos» en sí mismo y para cada cual.

Es así que el final dado por el autor, Enrique Lazarte, nos obliga a realizar un merecido homenaje a quienes ya no están entre nosotros y una mención especial a «Don Floreal Lazarte» (padre del autor y persona excelsa) a quien por esas cosas de chicos, llamábamos cariñosamente, «El Pariente«. Un hombre de otras épocas, de distinto «peso específico«, que supo aportar magia y encanto a nuestra niñez.

Invitamos a los lectores a disfrutar, en las necesariamente sucesivas lecturas; sus propias memorias y sus propias emociones.

*El dibujo original, que hace de portada de esta nota, fue realizado especialmente para este relato y para su publicación en El Diario en Tucumán, por un reconocido artista tucumano, Marcelo Lazarte; quien llegó -por su gran calidad artística- a ser multi premiado a nivel nacional e internacional. Sin embargo, aunque como todo aquel que pisó el suelo de «La Canchita»; solo pondremos en valor, sobre Marcelo («el futbolero»), el recuerdo de su risa siempre indeleble en el rostro, sus botines negros impecables, casi «charolados» y su «gambeta» mágica; condiciones que aportaban a su capacidad de patear la pelota con una justeza y una potencia única.

Pablo Mirande
Director de
El Diario en Tucumán