Luego de que el Cabildo porteño cediera a la presión popular y designara a los miembros de la Primera Junta para asumir el gobierno del Virreinato, publicó un “bando solemne”, a las tres de la tarde, comunicando su instalación. Luego mandó a llamar a sus integrantes “para que se presentasen á jurar su cargo y tomasen posesión de un poder que hasta entonces sólo habían ejercido los virreyes”, recuerda Vicente Fidel López.
Entonces, los flamantes miembros del Primer Gobierno Patrio salieron de la casa de Miguel de Azcuénaga, situada a pocos metros de ahí, en la intersección de las actuales calles Rivadavia y Reconquista, pegada al Obispado porteño. Se dirigieron al Cabildo, “rodeados de un inmenso pueblo que vociferaba entregado á todas las manifestaciones del júbilo y del entusiasmo”.
Mientras tanto, Cisneros había abandonado cautelosamente el Fuerte minutos antes, y pasó, con su familia, a instalarse en una casa facilitada por “don Tomás de Anzótegui, en la calle actual de Chacabuco entre Belgrano y Moreno”. Liberada la Fortaleza de esta incómoda presencia, y ante la comitiva de patriotas que ingresaba al Cabildo para jurar, el coronel Florencio Terrada, comandante de los Granaderos de Fernando VII, Cuerpo que hasta entonces servía de escolta de los Virreyes, y custodiaba el Fuerte, “rompió desde las murallas un fuego de alegría con los fusiles, que se hizo general en todos los cuarteles, sacando las balas á los cartuchos, ó disparando al aire en un completo desorden. Las campanas de los conventos y los cohetes de la India aumentaban el bullicio”.
Granadero de Fernando VII
Era ya una tarde estaba fresca, lluviosa y gris, “el piso de toda la ciudad era un empapado barrial. Las veredas escasas y de malísimo ladrillo sobrenadaban en un fondo acuoso é insubsistente. Pero á pesar de todo eso, la plaza se llenó en un momento de damas y señoritas, con los colores celestes que distinguían el penacho tan popular de los patricios. De todas partes acudían peones y soldados amontonando en las dos plazas del centro y en las calles próximas, leña y ramaje, para encender grandes fogatas que daban animación y calor al brioso entusiasmo de que todos estaban poseídos. Las ventanas se empavesaron de pronto con colchas, colgaduras y chales de varios colores. Y si para contemplar el cuadro fuera necesario que diéramos su carácter á la ciudad misma donde tenía su teatro esta Revolución de Mayo, tan prestigiosa para nosotros, diríamos que á pesar de su crecida y ardorosa población, Buenos Aires conservaba toda la fisonomía de una grande aldea colonial”.
¿Cómo era la Buenos Aires de 1810? Cuenta Vicente Fidel López: “Sus calles eran hondas y fangosas; estaba edificada sin plan y sin la menor pretensión de arquitectura en los edificios públicos y en los privados. Todas las casas tenían la forma típica del rancho, porque no sólo estaban construidas al nivel de las calles ó de las veredas, con un solo piso, sino que este mismo era tan bajo, que parecían acurrucadas debajo de los tejados que formaban su techo, y en cuya cima se alzaba frondoso un verdadero bosque de yuyales y de arbustos. El único rasgo que daba animación á esas calles, se concentraba en las grandes ventanas de rejas voladas al frente, por uno y otro lado, donde se acomodaban el día entero las muchachas de la casa, ocupadas en la costura ó en el bordado, alegrando el barrio y atrayendo á los transeúntes con ese donaire de la belleza porteña, que antes de haberse façonée á la francesa, reunía la franqueza de la aldeana al candor confiado con que las costumbres inocentes sellan las gracias del semblante y de la mirada con la ternura del corazón”.
Jura de la Primera Junta
El juramento de la Junta fue solemne y conmovedor. Los cabildantes esperaron a sus miembros sentados bajo el dosel colorado, que aún se aprecia en la Sala Capitular del primer piso del Cabildo. Refiere López “a uno y otro lado del salón formaban dos alas compactas los comandantes de las milicias, los jefes y la oficialidad del Estado Mayor, ó cuartel maestre, con los prelados de las órdenes religiosas, los empleados y gran número de entusiastas adherentes al cambio que acababa de tener lugar.
Los miembros de la Junta entraron por el centro, seguidos de los vivas y las felicitaciones de la multitud. Todo quedó en silencio, así que pisaron el dintel del salón. ‘Nos parecía, decía un contemporáneo, que veíamos la imagen resplandeciente de la patria en que habíamos nacido, levantándose sobre nosotros con formas aéreas y celestiales’.
El alcalde de primer voto se puso de pie. Con él se incorporaron los demás vocales. El síndico procurador (doctor Leiva) abrió los Evangelios, y los puso al alcance de la mano de Saavedra. A una señal del alcalde, Saavedra y los demás se pusieron de rodillas delante de la mesa municipal tendida, de damasco punzó, y sobre ella, un lujoso crucifico de plata y marfil. Saavedra puso la palma de la mano sobre los Evangelios: Castelli puso la suya sobre el hombro derecho de Saavedra; Belgrano la puso sobre el izquierdo, y los demás sucesivamente los unos sobre el hombro de los otros, según la posición que ocupaban”.
Testigo del momento, Cosme Argerich recordaría después: “Todos los hijos del país llorábamos de alegría, de entusiasmo, de ternura, que sé yo de qué, al sentirnos pueblo libre, pueblo soberano, y al ver á nuestros más queridos amigos, á nuestros condiscípulos, sentados en el solio de los virreyes”.
Cosme Mariano Argerich
Luego del Juramento, las nuevas autoridades se sentaron en el centro. Saavedra salió al balcón del Cabildo, “algo trémulo y bastante conmovido, dirigió al público una alocución grave que, dado el momento. era más bien una admonición para recomendar el orden y encarecer los respetos que el pueblo debía tributar á la venerable persona del ex virrey y á su familia. Dijo que ‘los pueblos fuertes eran siempre generosos y benignos, y que esperaba que el pueblo de Buenos Aires, que por hazañas notorias había mostrado su fuerza y su heroísmo contra los rifles y las bayonetas de los ingleses, sabría ahora mostrar también su generosidad, que era la más alta de las virtudes de los guerreros bravos y esforzados’”. Aunque este discurso conciliador no cayó bien entre el núcleo duro revolucionario, el público en la plaza, alborozado, gritó: ¡Viva la Junta!
Concluye López: “Después de la alocución de Saavedra. la Junta tomó el camino del Fuerte, seguida del Cabildo y de un inmenso séquito, hasta que quedó instalada, en el despacho de los virreyes”.