El genuino encanto de la Patagonia

Puerta de entrada al Circuito de los Siete Lagos y a orillas del lago Lácar, San Martín de los Andes multiplica sus atractivos para el verano. Rincones con historia, el Parque Nacional Lanín y las exquisiteces de la gastronomía regional.
Pasa en todas partes, pero cuando se atraviesa la pista a pie para subir al avión, acarreando el cuerpo enredado en el tedio del vuelo demorado, impresiona que el tercermundismo, amputado de mangas transportadoras, es aplastante. Pero hay muchas formas de empezar un viaje y, con voluntad, el humor cambiará.

Fíjese: el capitán, metros arriba, desde la cabina, ve la fila (acá abajo) y se concentra en un nene. Descorre la ventanilla y lo saluda. Lo hace efusivamente, con una gracia de disfruto lo que hago que vuelve visible cuán escasos vienen siendo los gestos así por estos días. «Vas a visitarme ¿no?», propone. El nene enloquece de feliz. La escena es una dosis de bienestar. Hay muchas formas de empezar un viaje y algunas están buenas. Presagian… ¿buena vibra? San Martín de los Andes es ya un gran plan. Y luego de vivirlo decantarán algunas generalidades que justifican el viaje a esta ciudad de Neuquén.

Para resumir, es una comarca que muestra lo que dice ser. Es transparente. Ofrece un abanico de opciones para distintos presupuestos. Cual fuere la estación del año, mantiene su encanto. Queda cerca de los mejores enclaves turísticos del país. Sus montañas siempre hermosas, siempre esperando. Las rosas más allá de cualquier contingencia. Aunque alguna vez quiso ser «de lujo», exclusiva (excluyente), se resiste al cambio, y entonces se parece más a uno. Su cultura mapuche indestructible la hace una comarca viva y asentada, un cable a tierra. La ciudad es linda en simpleza y es mucho más que su cúmulo de rincones. Es más que su lago y es más que la naturaleza. La gente es amable; una multiculturalidad medio rara porque casi todos dicen haber venido alguna vez de algún otro lado. Las vistas son increíbles. El trekking también. Y tiene una historia para contar, calles airosas llenas de árboles y edificios que hablan de inmigrantes. A grandes rasgos, está a escala humana y tiene chocolate y cerveza (¿qué más quiere uno en la vida?), y no es ni muy grande ni muy chica, ni muy rica ni muy pobre. Ni muy agitada, ni nada aburrida. Es así, linda.

Hacerla propia

A bordo no le dicen San Martín de los Andes sino Chapelco, como su aeropuerto. La alusión reiterada al famoso cerro y al reconocido centro de esquí andino hacen creer, por poco, que San Martín es, en realidad, un apéndice y no el cuerpo palpable de este destino patagónico. Nada de eso.

Igual, el efecto montaña es hechizante. Las valijas desfilan en la cinta pero te perdés la tuya porque te emboban los cerros nevados de fondo. Sentís que ver las montañas es un acto inaugural, aunque por lo bajo susurres «ya nos conocíamos…» Arranca el romance cordillerano, al menos para esta cronista.

¡No se puede creer lo cambiada que está la ciudad! Ya un par de décadas sin caminarla. El cambio le sienta muy bien. Es más turística en el sentido de que brotaron cabañas, hotelcitos, hosterías, albergues. Muchos comercios, mucho esquí, aunque ya no haya nieve.

Porque hasta hace poco te hubiera perseguido el infatigable «shhh, sshhh, sshh», rozamiento de piernas totalmente buchón que copa al pueblo entero cuando sus paseantes se calzan los pantalones de esquí.

Chicos y grandes arrastrando grandes botas, pantalones arremangados, después de las jornadas de frío soleado viviendo la última nieve de Chapelco. Pero ahora hace calor y las fotos del invierno se han ido. Hay otras: el día está hermoso y la primavera estalla en aromas.

Perfumes que, imaginamos, debían circular también cuando se fundó la ciudad, a fines del siglo XIX. Varias casas representan la esencia arquitectónica de ese tiempo, con su look de los primeros días del mil novecientos, como el Teatro San José, de los años veinte.

También hay construcciones de fines del mil ochocientos, como la casa del Dr. Koessler, prestigioso médico civil, cabeza de una de las «familias» sanmartinianas.

Las casas antiguas están teñidas por la impronta de inmigrantes holandeses, alemanes, españoles. Todas están nucleadas y descriptas en un tríptico que ofrecen en la oficina de Turismo. Vale la pena salir a caminar, folleto en mano.

Es que para ajustar los juicios sobre un lugar conviene saber de qué experiencias está hecha su matriz. El relato de San Martín de los Andes se sostiene -para reducir una historia compleja a márgenes breves- en dos momentos bisagra.

Por un lado, el encuentro (el choque, bah) de los pobladores originarios, mapuches, tehuelches, mayormente, con los inmigrantes, proceso ocurrido en cómodas cuotas y con mil aristas en las que no ahondaremos. El otro cuento trata de un «antes», cuando las familias de inmigrantes vivían de la actividad maderera parida por el propio bosque andino-patagónico; y un «después», cuando nacieron los primeros parques nacionales del país, que vinieron a acotar esa actividad (…un toque depredadora).

Esta es la gesta del Parque Nacional Lanín, corazón de este sector de la Patagonia, surgido en 1937. Y así empezaba a circular el interés por el medio ambiente. Puede decirse que de esta madera está hecha hoy San Martín de los Andes.

Como la madera que plantaron en la plaza Sarmiento cuando le insertaron árboles autóctonos, hace unos diez años. Araucarias, maitenes… ¿Un dato de color? Pocos paseantes se dan cuenta de que el museo de historia de Parques Nacionales -en pleno centro de la ciudad- tiene un «muestrario» bastante completo de las distintas especies autóctonas. Están a la vista con sus cartelitos identificatorios alrededor del edificio.

Volviendo a la plaza Sarmiento, es un espacio verde precioso. Desde la glorieta situada en medio de la manzana vemos muchos chicos jugando. No cuesta nada imaginar el viejo almacén de ramos generales que había en la vereda de enfrente. Ahora es una fila de comercios que se disfrutan paseando lento por la avenida San Martín, hasta caer derecho en el lago Lácar. Son diez cuadras agradables. Nota mental: abundan las chocolaterías.

Aires de cambio

Las comparaciones son inevitables y la ciudad remarca con decisión un perfil preservado, basado en varias reglas urbanísticas. Algunas son llamativas. A ver. Por un lado, las construcciones son especiales aquí, paradójicamente, por su bajo nivel de estridencia, sin edificios altos. Con el mismo énfasis con que no se permite cortar ni una rosa -como sermonean varios carteles-, están prohibidos los edificios de más de tres pisos. Así que el cielo es un alivio que siempre se siente.

Por otro lado, no hay semáforos, una regla que llama la atención. Será que las ciudades de porte mediano pueden darse estos gustos. Al puñado de casas viejas y conservadas mencionadas hace un rato se suma un segundo momento arquitectónico que linkea -visualmente- a la ciudad con sus comarcas vecinas. Es el estilo de combinar piedra y madera, clásico de todo pueblo de montaña. Hoy es (esta es la tercera «regla») una invitación a predicar la armonía visual, ya que toda nueva construcción debe lucir estos elementos en su fachada.

Aunque piedra y madera den aire de «sensación térmica: poncho», los que están en el meollo del turismo de San Martín de los Andes dicen que ahora es más fuerte la temporada de verano que la de invierno. Cuesta creerlo, pero es cierto que la magnífica luminosidad, el paisaje cordillerano, la prolijidad y limpieza, los colores de las flores (las rosas que no siempre son rosas; los ciruelos de jardín, con su fresca sombra que sí es rosada), el intrigante silencio de la siesta, los parques y su brisa, la costa junto al lago Lácar -chica y encajonada, abarcable con la vista y los pies-, los barquitos amarrados que prometen encantadoras playas cercanas, todo invita a preguntarse si pasar el verano acá no sería genial.

La respuesta es claro que sí, pero advierten que la costa del Lácar, en verano, se parece bastante a la Bristol. Ahora bien, trate de asustar a quienes frecuentan la Costa Atlántica con estos dichos. ¡No lo logrará ni en cien años! Además, hay varios rincones deliciosos junto al lago, que se pueden disfrutar moviéndose en auto o lancha (por favor, lea los Imperdibles).

Bienvenida a los lagos

A cielo azul, azul será el Lácar. A cielo gris, el agua se opacará: parece la simbiosis de humores de un matrimonio cualquiera.

Desde la costanera se ve el muelle y algunos barcos que se menean suavemente. A lo lejos, arriba en la montaña, se llegan a divisar dos diminutos miradores a los que enseguida subiremos.

Son el mirador Bandurria y el Arrayán, separados por un kilómetro. Están situados en la ladera sur de este cajón natural en que se halla protegida parte de la ciudad. Hay que hacer cinco kilómetros en subida por una ruta antigua para obtener la vista panorámica que buscamos. La banquina no está en buen estado. Es una pena porque sería ideal subirla caminando.

Igual produce sensibilidad o más bien nostalgia el hecho de que esta sea la ex-ruta de acceso al camino de los Siete Lagos. Porque hay que recordar que San Martín de los Andes es la puerta de entrada (o de salida) a este increíble circuito que representa uno de los itinerarios agrestes más renombrados de la cordillera argentina, impreso en el inconsciente colectivo bajo algunos rótulos que van desde el hipismo sui generis más descontracturado hasta la imagen convencional del campamentero-mochilero de obsesiva trayectoria, todos reunidos alrededor de un fogón común (guitarra incluida), que son los deslumbrantes paisajes y lagos que se desparraman entre San Martín y Villa La Angostura.

Volviendo al mirador Arrayán, dos elementos sobresalen, aquí, en esta tarde preciosa: un artesano ofreciendo sus productos y la vista magnífica de la ciudad y el Lácar.

Las montañas son majestuosas y las atraviesa una bruma húmeda, neblina quizás, cruzada por rayos de sol que achinan los ojos. El artesano, paciente y solitario, hace el favor de sacar las fotos.

Del spa al Che

El rally por la ciudad puede seguir con un triángulo de opciones bien ecléctico: spa, museo y trekking más cabalgata bajo el sol. Parece que a la ciudad le faltaba un hotel cinco estrellas, así que un emprendimiento de la cadena Loi Suites vino a resolver la falta. Se trata del Loi Chapelco, situado en el Chapelco Golf & Resort, en las afueras de la ciudad, camino al aeropuerto.

El establecimiento es sencillamente imponente, de primer nivel, ideal para quienes busquen jornadas tranquilas en espacios amplios, diseñados con una decoración exquisita, tan delicada como asentada en grandes piezas de materiales robustos. Una opción, si no se quiere dormir fuera de la ciudad, es al menos darse una pasada por el spa, completo y reparador.

El plan «circuito de aguas» es simplemente imperdible. Claro que las distintas postas llevan esos nombres que sólo se entienden estando ahí, viviendo la experiencia: sauna finlandés (lo describen como una agradable «nubecita», pero es súper intenso), piscina fría (¡un castigo para los friolentos!), jacuzzi (plenitud cien por ciento) y ducha escocesa (poderosa).

Uno, inexperto, le hace caso a la instructora, quien indica en qué orden cumplir el circuito. Después queda hecho un trapo incapaz de decir ni a. Realmente lo vale.

Hora de un té en la sala de relajación, a ver si es posible recuperar la tonicidad. La vista desde los ventanales enormes es increíble, como estar dentro del propio paisaje.

Ahora, la tarde se anochece. Pero el cielo naranja todavía contrasta con las manos huesudas de los rosales que ya deben estar en flor. Es una experiencia que invita a la reflexión en soledad. Son muchas las sensaciones. Nota mental: este no es un plan para quienes detesten los momentos de introspección.

Con el cuerpo renovado, conviene reservar las últimas energías para hacer una visita nocturna a La Pastera, el museo que recuerda la estadía en San Martín de los Andes del Che Guevara junto a su amigo Alberto Granado, en 1952.

Es increíble que un simple galpón de guarda de pasto para los caballos (recuperado por la Asociación de Trabajadores del Estado) pueda albergar un capítulo tan pequeño y a la vez relevante de la historia latinoamericana.

Se sabe, museos sobre el Che hay muchos. Surgieron a medida que se fueron detectando los sitios donde se había establecido en sus viajes por la región. Sin embargo, la calidad de estos espacios depende del despliegue y el enfoque que se le dé al relato.

La Pastera, en tal sentido, es un gran museo que ofrece nutrida información audiovisual, incluyendo proyección de documentales, libros temáticos, fotografías y, por supuesto, detalles sobre la estadía del Che en San Martín de los Andes, contextualizados por sus ideas y relaciones políticas. Y tiene otro punto destacable: al abonar la entrada se puede ingresar las veces que uno guste durante su estadía en la ciudad, un punto esencial, dada la cantidad de material de consulta que se ofrece.

Siempre es notable el perfil visionario del Che. En sus notas de viaje dejó claro que le veía «un futuro turístico» a San Martín (¡caramba!) y que en algún momento le gustaría vivir en tierras cordilleranas.

La biografía relatada en los paneles incluye varios temas: su primer viaje por Latinoamérica, la historia de la Pastera (una construcción tan simple como linda, toda de madera), el Che y la juventud, sus compañeros (Fidel, por ejemplo), el Che y los trabajadores, y algunas cartas que envió a su familia durante este período de itinerancia.

Además hay, entre otros, apartados dedicados al hombre nuevo (socialista, claro), a Bolivia, al Congo y, por supuesto, a la revolución.

Todo el recinto despierta sensibilidad por el personaje y la historia. San Martín de los Andes se suma, así, a la larga lista de comarcas cordilleranas ligadas al relato político e histórico que describen parte de la identidad latinoamericana.

Caballos y lagunas

El capítulo «naturaleza» no puede eludirse. Hay un gran emprendimiento que combina naturaleza, deporte y turismo, no del todo difundido: hablamos de Huella Andina, el primer sendero de largo recorrido de la Argentina, como reza su eslogan. El programa fomenta el trekking en la Patagonia, a través de una senda de casi 600 kilómetros, segmentados en 42 etapas.

Todo el recorrido es fascinante y, en cierto modo, inabarcable: arranca en el lago Aluminé, en Neuquén, y termina en el Parque Nacional los Alerces, Chubut. ¿Lo mejor? Está dirigido a caminantes con poca experiencia, si bien hay senderos con variados niveles de dificultad. Es una experiencia andino-patagónica plena.

Todo este preludio es para recomendar, justamente, uno de estos tramos, el que conecta la laguna Rosales con San Martín. Se trata de un paseo bellísimo, en el que los 14 kilómetros se pasan volando. Más allá de algunas subidas, la caminata es simple, apacible. Se atraviesan varios ambientes naturales, algunos de vegetación desolada y abierta, otros de contexto tupido, con la intensidad de la tierra húmeda.

Pasamos, en un rato, de la estepa y sus cipreses y radales, al bosque de coihues, lengas, ñires y raulíes. Hay un humedal y también vistas panorámicas del valle. Nunca sobran el verde, las aves y las flores. No sobra el cielo ni las fotos. Y en el camino aparecen casas de la comunidad curruhuinca.

Son ellos, los miembros del colectivo mapuche, los que proponen algunos de los mejores planes en contacto con la naturaleza que se ofrecen aquí, en San Martín. Con las charlas y el intercambio, la experiencia se multiplica.

Así pasa en las cabalgatas de un par de horas de ascenso (y ni hablar si se eligen las de un par de días), en dirección, quizás, al arroyo del río Chapelco. Aparecen las vistas increíbles y el sabor inmejorable de andar por la montaña porque sí.

Ojalá que para la vuelta haya quedado un cuadradito del chocolate que se vende en el centro. Como para que antes de que la noche se cierre, sea posible sentarse junto al Lácar y mirar a San Martín, la comarca que es lo que dice ser.

fuente:http://www.todoviajes.com/turismo-notas/el_genuino_encanto_de_la_patagonia-24940