CRÓNICAS DE GUERRA TUCUMANOS EN MALVINAS (Por José María Posse*)

«La diferencia entre un loco y un valiente, es que el loco en su locura carece de miedo; pero el valiente, lo siente profundamente, y aún así lo vence«. Así comienza este relato del prolífico escritor e historiador, José María Posse.
Posse no solo realiza una incansable labor como escritor e historiador, sino que -en su veta revisionista- se da el lujo de sacar del ostrasismo a personajes y eventos históricos que tuvieron un protagonismo, que no fue reflejado en su máxima expresión de reconocimiento a su valía en las currículas de los centros de enseñanza; y a los que Posse reivindica iluminando espacios históricos que fueron -hasta su intervención- fatalmente ignorados por la clase dirigente en todos los ámbitos.

Posse dedicó gran parte de estos últimos años, a poner el ojo en revalorizar lo que fue la Gesta de Malvinas, en la que intervinieron verdaderos Héroes (algunos de ellos tucumanos) y que gracias a su incansable labor de investigación, estudio y relaciones establecidas con los actores directos de la misma, pudo exponer y visibilizar aquello que por motivos insondables e imperdonables, los argentinos decidimos ignorar.

Durante la Guerra del Atlántico Sur por Malvinas, se dieron innumerables casos de valentía, en algunos de ellos, extrema. Sin embargo el fenómeno posterior conocido como “Desmalvinización”, ocultó por décadas el carácter épico de la gesta, pretendiéndolo transformar en un capítulo lacrimoso de nuestra historia; cuando fue todo lo contrario.

En inferioridad de armamentos, prácticamente solos, enfrentando a la tercera flota del mundo, respaldada por la tecnología de la OTAN y de los EEUU, los soldados argentinos dieron una muestra palmaria de profesionalismo, valor y amor a la Patria que sigue deslumbrando a las nuevas generaciones. Los propios británicos han manifestado infinidad de veces, el respeto y admiración por esos argentinos bravos, quienes estuvieron a punto de infringirles una dura derrota en los confines de su oxidado imperio.

De haber contado con un puñado más de misiles Exocet, seguramente la flota británica hubiera tenido que regresar a puerto seguro. No olvidemos que tres cuartas partes de aquella Armada fue hundida, averiada seriamente o tocada por las bombas de esos pilotos argentinos que asombraron al mundo.

A 40 años de aquellos 74 días que duró la recuperación del archipiélago para Argentina, la luz de la verdad comienza a brillar incandescente. Lo que antes apenas se susurraba, hoy es dicho con voz potente.

Malvinas tuvo héroes, que la reconquistaron y defendieron. Malvinas tiene guardianes de su soberanía en sus mares circundantes; son los 323 tripulantes del ARA general Belgrano, en la confianza de ser relevados. También tiene centinelas en su tierra, plantados firmemente en el cementerio de Darwin; las tumbas de los vigilantes de nuestros derechos, esperan el día de la reivindicación debida. Si hasta en el aire, los restos volatilizados de nuestros Halcones, planean en vuelo eterno en atención permanente.

Las siguientes notas recopilan las historias de muchos tucumanos, quienes llevan en su ADN la sangre de aquellos bravos de la Independencia, quienes formaron en las huestes libertadoras de nuestra América profunda. Su épica fue emulada por un puñado de ellos en la última guerra aeronaval de la historia. Todos ellos tuvieron sus momentos de dudas, de temor y nerviosismo; pero pudieron sacar desde el fondo mismo de su esencia, lo mejor de sí, en momentos que los definieron para el resto de sus vidas. Las siguientes, son algunas de sus historias.

OSCAR JAIMET, UN SOLDADO LEGENDARIO

Napoleón Bonaparte escribió: “El comandante es el regimiento”. Durante la guerra por Malvinas, varios jefes se destacaron por su bravura y merecen ser conocidos por las nuevas generaciones. Luego de la Segunda Guerra Mundial, estadísticamente la mayor cantidad de oficiales y suboficiales muertos en batalla pertenecieron al Ejército Argentino, durante los duros combates en el archipiélago malvinense.
Sirva esta reflexión, como introducción a un capítulo que trata del mayor Oscar Ramón Jaimet, instructor de Comandos, perteneciente al Regimiento de Infantería Mecanizada N° 6 “Peribebuy”; un soldado de leyenda que aún en la actualidad continúa despertando la admiración de propios y extraños.

Tambores de Guerra se agitan

La turba malvinera se hunde al solo pisarla como si fuera una esponja empapando las botas de los hombres, provocando además una desagradable sensación a la que nadie se acostumbra.

La humedad constante estaba comenzando a producir el tan temido pie de trinchera entre los soldados, quienes sin ser relevados esperaban ansiosamente el combate desde hacía semanas. Sumergidos en los estrechos pozos de zorro que habían cavado en las entrañas del recuperado territorio, se acostumbraban a lo rutinario. En eso pensaba el mayor Oscar Jaimet, desde su puesto de mando en la falda del Monte Dos Hermanas. Mientras escudriñaba el horizonte con sus binoculares, todo el archipiélago parecía desplegarse a sus pies.

Como soldado veterano que era, sabía perfectamente que se estaban calentando los hornos del infierno y que en éste, todos los hombres se convierten en demonios. Conocía además que en la guerra aflora lo peor del ser humano, no existen códigos penales en medio de la refriega, sólo el instinto animal de sobrevivir y en algunos, de matar.
El enclave que defendía, era uno de los bastiones a sortear para cualquier ejército, que quisiera vulnerar las defensas de Puerto Argentino. A tal fin, el enemigo avanzaba a paso decidido, cargando sobre sus hombros pesadas mochilas con armamentos de última generación.

Éste santafecino de nacimiento, tucumano por adopción, era un miembro destacado de la Compañía de Comandos, la élite del Ejército Argentino. Para graduarse en esa especialidad, se deben sortear pruebas psíquicas y físicas más allá de lo soportable.
Por su experiencia en combate nocturno, al mayor le había sido encomendado el mando de una posición de defensa antitanques en un valle rocoso, proveyendo apoyo de fuego de morteros y cañones de 105 milímetros. Ocupaba el faldeo nordeste entre el Monte Dos Hermanas (un cerro llamado así por tener dos picos), y Longdon. Su compañía se ubicaba de forma tal de enlazar las posiciones defendidas por los regimientos 4 y 7 de infantería. El lugar permitía la observación de todo el valle.
La luz en las islas es distinta a la del continente. Era tenue y pálida, al atardecer se teñía de rosado, como si se hubieran encendido cientos de miles de velas para iluminar el mundo.

EN LA ANTESALA DEL AVERNO

Luego de ese interminable tiempo sin tiempo de mantenerse en el puesto, vivían con la ropa humedecida y los cuerpos hediondos de sudor. Jaimet ya no recordaba cuando se había dado su último baño; se higienizaban en los pequeños charcos que se abrían cada tanto en ese terreno inhóspito que ocupaban, con el agua helada de la escarcha, que se rompía cada mañana con los puñales de combate. También aprovechaban unos pequeños ojos de agua en los afloramientos en la ladera del cerro. Había que luchar en contra del abandono corporal y su comandante se ocupaba que los oficiales hicieran mantener, dentro de lo posible, cierto protocolo higiénico.

Desde el 1° de mayo, los destructores y fragatas enemigas llegaban con puntualidad inglesa a las diez de la noche y comenzaban a bombardear las posiciones argentinas. Lo hacían con la regularidad y la puntería que le otorgaban sus visores nocturnos.
Jaimet recordaba el inconfundible estampido de boca desde los cañones de distinto calibre; luego desde la negrura de la noche se escuchaba el horrible silbido, parecido al de un subterráneo, de los proyectiles entrando; finalmente las explosiones más o menos cercanas.

El mayor recorría las posiciones de sus soldados, especialmente la de los conscriptos y los tranquilizaba, les daba caramelos, los alentaba y luego se corría a otra ubicación. Tenerlo a su temerario jefe cerca, tranquilizaba a los hombres en medio de la incertidumbre de cuando una de esas bombas podía destrozarlos.

El frío calaba profundo en los huesos, en la carne, y en los músculos que dolían por el entumecimiento. Las raciones de alimentos en su sección eran suficientes, pero la sed era constante. Las cantimploras de los combatientes se vaciaban para disgusto del jefe, quien temía que al cortarse los suministros cuando se produjeran los ataques terrestres, los soldados quedarían sin el vital líquido. La deshidratación y las llagas en los pies, son enemigos mortales del soldado. Por ello, “El Turco” Jaimet (como era conocido), se afanaba en revisar constantemente el equipo y el estado moral y físico de su tropa. Insistía en que sus soldados se cambiaran permanentemente las medias, las que se escurrían al sol.

Cuando llovía, los hombres dentro de las carpas se acostaban sobre ellas y el calor corporal las secaba.

En la guerra se come todo lo que se puede, mientras se puede, cuando no hay combates. Al comenzar a caer las bombas sobre las posiciones, en lo que menos se piensa es en comer. Por eso es fundamental estar bien nutrido. Bonaparte enseñaba que: “Los ejércitos se trasladan sobre sus estómagos”, y la logística es fundamental para hacer llegar los alimentos y el agua al frente de combate. Cuando los ingleses cercaron las islas, prácticamente se cortó el aprovisionamiento desde el Continente. Sólo la valentía de la Aviación Argentina, y de los pilotos de los Hércules podían romper el cerco, pero no era mucho lo que podían transportar para las necesidades crecientes, con una invasión en ciernes.

Se comía caliente una sola vez por día, ya que las cocinas de campaña se alimentaban con leña, y en Malvinas no hay vegetación arbórea. Por lo tanto, desenterraban los postes de quebracho de los alambrados de los Kelpers y con ello sostenían el fuego necesario. Pero las reservas impedían que se hicieran fogatas dos veces en la misma jornada. La ración alcanzaba para dos platos por persona; generalmente la mitad se guardaba en la marmita y se la llevaba a la posición para comer de noche. La dieta consistía principalmente en guisos de fideos y arroz, algunas veces también locro, pero la carne comenzaba a escasear.

Una mañana cualquiera, el mayor Jaimet bajó a la ubicación de los cocineros y encontró que estaban carneando unas ovejas. Ello estaba expresamente prohibido por el gobernador militar, general Mario Benjamín Menéndez, por tanto la infracción era grave. El cocinero en jefe dio un paso al frente y le explicó al mayor el problema, a lo que Jaimet lo interrumpió y le dijo que “bajo su responsabilidad”, de ahora en más se carneara lo necesario de las ovejas sueltas en el campo. Para ello mandó a construir un pequeño corral con el resto de un cercado. Jaimet sabía perfectamente que si la noticia llegaba a oídos del generalato, podía recibir un castigo ejemplar, incluso llegar a afrontar un concejo de guerra. Pero él dio prioridad a la nutrición y a la vida de sus soldados por sobre su carrera militar.

SUSURROS EN LA OSCURIDAD

Durante el día, antes del desembarco ingles, el silencio era absoluto, solo interrumpido por alguna entrecortada conversación murmurada o el ruido de las armas. Cada tanto, se rompía con el paso de los aviones de guerra enemigos, y a veces con la aviación propia. Habían aprendido a diferenciar el sonido tan particular de los motores ya descomprimidos de los aviones que al atardecer aterrizaban en la pista de Puerto Argentino; especialmente de los Hércules que traían del continente soportes bélicos vitales para resistir el asedio.

Éste aeródromo se mantuvo activo hasta el final de la guerra, pese a los ataques continuos británicos.

Las noches eran tan oscuras y sombrías que a veces los observadores creían ver cosas inexistentes; bultos que se cruzaban, sombras que aparecían y desaparecían. Nadie hablaba en las posiciones de guardia y cualquier ruido, por mínimo que fuera, se escuchaba con absoluta claridad. El páramo parecía jugar con los sentidos de los hombres, mientras horrores inimaginables se cernían a su alrededor.

El clima deterioraba a pasos avanzados el estado general de los soldados, luego de 53 días de mantener esa posición estática a la intemperie. Ya se notaba el agotamiento de la tropa en sus semblantes y en la delgadez de muchos. La sequedad de la boca era terrible, llegaba un momento en que no se podía articular palabra, y había que esperar a segregar nuevamente saliva para evitar que la lengua se pegara al paladar. Al punto llegaban la cosas, que Jaimet recuerda que en más de una ocasión sintió su quijada acalambraba, luego de dirigirse a sus hombres.

TEMPLANZA Y TRIBULACIONES:

Para mantener el espíritu de cuerpo (una de sus principales acciones de mando), Jaimet todas las mañanas hacía formar a la tropa, izaban una pequeña bandera, se leía el parte de noticias, presentaban el equipo de combate, rezaban un Padre Nuestro un Ave María y un Gloria y leían alguna efeméride.

El crear un sentimiento de camaradería entre la tropa era esencial para el mayor, por eso se acercaba a sus soldados y les sacaba temas personales; era una figura paternal. Con ello lograba hacer que lo conocieran, lo reconocieran y se comprometieran con su mando. Para él el de camarada, resulta un estrato superlativo de la amistad, que está por encima de lo personal. Aprendió a crear un sentimiento de empatía, desde la simpatía con sus hombres.

En los momentos de descanso, el mayor compartía el mate con ellos, les levantaba la moral y se ocupaba de que los soldados fueran revisados por un enfermero para asegurarse que estaban en buenas condiciones. Especialmente, como ya vimos, tenía mucho cuidado en los pies de los combatientes. Un pequeño lastimado podía producir infecciones difíciles de curar.

Pero no se crea que era un manso cordero, muy por el contrario, su voz potente de mando bramaba al señalar la mínima falta en sus oficiales, a los que enseñaba permanentemente desde el ejemplo personal. Jamás ordenó algo que él mismo no pudiera realizar correctamente. Desde muy joven había aprendido en su instrucción militar aquella máxima: “Las palabras convencen, los ejemplos arrastran.”

El mayor no se quedaba quieto, iba de una posición a otra interiorizándose de las novedades. Él compartía la misma comida de sus soldados y todas sus necesidades, dándoles ánimos y estímulo. Por ello en su sección, los hombres sentían que Jaimet al dar el ejemplo y estar siempre en el frente, los resguardaba.
Llovía pertinazmente en las islas, y el invierno se acercaba, volviendo aún más heladas las noches. Los soldados se cubrían con ponchos de plástico grueso que los protegían del agua, pero no del frío que a veces se tornaba insoportable.

* José María Posse
Abogado, escritor e historiador
Ilustraciones: César Carrizo
Docente historietista, miembro de la DAT 2021